Dentro de los diversos debates jurídicos sobre cómo combatir eficazmente la corrupción en España, una de las actuales tendencias legislativas se centra en conseguir incentivar la colaboración con la Justicia de quienes más y mejor información poseen sobre las tramas criminales relacionadas con la delincuencia económica y la corrupción, pues, como bien sabemos, una privilegiada fuente de información para destapar dichas tramas delictivas y conseguir eficaces pruebas de cargo suelen ser los propios miembros de dicha trama, los empresarios corruptores y demás sujetos sobornados que dejan de recibir un trato privilegiado y deciden “tirar de la manta” o los empleados que conocen las irregularidades internas y callan por temor a represalias laborales.
«Llama la atención cómo los sistemas legales han articulado todo un Derecho premial centrado en el delincuente y no tanto en el ciudadano colaborador, al que aún se le sigue viendo como un delator que acusa a otros en secreto»
La paradoja se halla en que, cuando quienes se deciden a colaborar con la Justicia son los propios integrantes de la trama corrupta, los Estados no han dudado a la hora de buscar incentivos con los que premiar dicha colaboración (atenuantes, eximentes, beneficios penitenciarios, e incluso con la decisión de no acusarles), mientras que cuando quien se anima a colaborar con las autoridades resulta ser un ciudadano comprometido con sus deberes cívicos, debemos reconocer que el ordenamiento jurídico no siempre le ha dispensado la debida protección ni le ha recompensado merecidamente por su leal y valiente actuación. Llama la atención cómo los sistemas legales han articulado todo un Derecho premial centrado en el delincuente y no tanto en el ciudadano colaborador, al que aún se le sigue viendo como un delator que acusa a otros en secreto y cautelosamente, y al que la aplicación de las medidas de protección establecidas procesalmente para los testigos, peritos y víctimas resulta, cuanto menos, claramente insuficientes para evitar que estos ciudadanos sean señalados y discriminados en sus entornos sociales y laborales.
Por fortuna, la situación está cambiando en nuestro país, aunque aún muy lentamente. Diversas iniciativas legales en favor del fomento de la cultura de la transparencia, el buen gobierno y lucha contra la corrupción defienden la necesidad de luchar abiertamente contra esta cultura que denosta más al denunciante (al que se la califica de Judas) que a la conducta denunciada, y conceder a sus acciones el reconocimiento y la protección que merecen como verdaderos ejemplos de conductas heroicas, de tal modo que cuando la persona que decide comunicar esas malas prácticas, irregularidades, corruptelas, e incluso la comisión de actos delictivos, es uno de los propios empleados de una entidad
«Diversas iniciativas legales en favor del fomento de la cultura de la transparencia, el buen gobierno y lucha contra la corrupción defienden la necesidad de luchar abiertamente contra esta cultura que denosta más al denunciante (al que se la califica de Judas) que a la conducta denunciada»
privada o un funcionario público de la Administración, se está articulando (en el ámbito privado, a través de la autorregulación empresarial mediante la incorporación de Programas internos de Compliance, y en el ámbito público, mediante leyes administrativas autonómicas de protección de los denunciantes de corrupción y de creación de Oficinas Antifraude) la configuración de un nuevo status a favor de estas personas: se les califica con el anglicismo «whistleblower» (expresión más cercana a la figura del colaborador con la Justicia que a la del soplón o delator) y se disponen específicas medidas de protección (tales como la reserva de su identidad, la articulación de canales confidenciales para la recepción de sus denuncias, asistencia jurídica y específicas normas para evitar represalias laborales) al considerarles ejemplos de coraje cívico y de resistencia ética.